2010/08/08

Itinerario de Ulrike Meinhof


Hace apenas unas semanas, la prensa alemana informaba de la puesta en libertad de Brigitte Mohnhaupt, tras dieciocho años de cárcel. Mohnhaupt fue condenada por haber participado en varios atentados de la Fracción del Ejército Rojo. Las crónicas de su salida de la cárcel han presentado a Mohnhaupt como una superviviente. Primero, en el sentido literal: los principales dirigentes del grupo terrorista aparecieron muertos en prisión, víctimas de una oleada de suicidios que dio lugar a una agria polémica en Alemania. Pero en segundo lugar, Monhaupt ha sido presentada como una superviviente en un sentido más general. Cuando ingresó en prisión seguían existiendo los bloques y su país estaba aún dividido por el muro. Los cambios experimentados desde finales de los 80 no parecieron afectarle, según los funcionarios encargados de su custodia. Nunca se arrepintió de los asesinatos cometidos durante su juventud y, por otra parte, nunca renunció a la ideología que imaginaba promover con ellos.
La Fracción del Ejército Rojo, al igual que el de las Brigadas Rojas o Acción Directa, fueron episodios terroristas que, a diferencia de lo que ocurrió en España, no estaban vinculados al nacionalismo sino a una radicalización de los grupos juveniles de izquierda. De algún modo representaron el contrapunto de los felices 60, según la versión que se ha conservado de aquellos años. Si la mayor parte de la juventud de la época reivindicó el pacifismo en medio de una bonanza económica general, la Fracción del Ejército Rojo consideró, en cambio, que había llegado el momento de recurrir a la violencia contra una situación política que, a su juicio, portaba aún el estigma del nazismo en muchos de sus comportamientos. La Fracción surgió en medios universitarios con una sólida formación y una situación personal más o menos confortable: su opción fue el resultado de una mezcla de factores propios del momento, como la desconfianza de una parte de la juventud alemana frente al relato del reciente pasado de su país o el recrudecimiento de la guerra de Vietnam, convertida en símbolo de una violencia que se ocultaba a los ciudadanos europeos y norteamericanos pero que se ejercía sin contención contra los de otras partes del mundo.
Los gobiernos y los medios de comunicación alemanes que tuvieron que abordar en su día el episodio de la Fracción del Ejército Rojo pusieron un especial cuidado en que no se consolidase esta denominación, entendiendo que supondría una primera victoria de aquel grupo de jóvenes fanatizados. Preferían referirse a ellos como la banda Baader-Meinhof, una manera de señalar su condición marginal y de situarlos en el entorno de la delincuencia común. Además, sugería una equívoca relación personal entre Andreas Baader y Ulrike Meinhof que, por algún conducto del subconsciente colectivo, remitía al universo gansteril de Bonnie y Clide. En realidad, Baader era el jefe único de la banda, y su personalidad y comportamiento estaban más cerca de la acción por la acción que en el caso de Meinhof, una periodista de talento. Sus columnas en la revista Konkret revelan una inteligencia poderosa y una singular capacidad de análisis, al tiempo que iban dejando constancia del itinerario seguido por alguien que acaba abandonando la escritura y empuñando las armas. Después de su muerte en prisión, se publicaron algunas antologías de sus textos luego traducidas a otros idiomas, incluido el español.
La lectura de estos artículos una vez que han quedado atrás los hechos inmediatos que les sirvieron de estímulo, y también su relación directa o indirecta con algunos crímenes y acciones terroristas, depara algunas sorpresas que, en resumidas cuentas, vuelve a suscitar el viejo problema de la relación entre los medios y los fines. Los análisis de Ulrike Meinhof sobre las leyes de excepción que se proponía aprobar la República Federal, y que fueron finalmente las leyes que se les aplicaron a la banda, sugieren un profundo conocimiento de la historia, la filosofía política y la actualidad internacional de su época, orientado en principio hacia la defensa del Estado democrático. Meinhof cita a Carl Schmitt y se refiere al peligro de que, como sucedió durante la República de Weimar, la excepción se convierta en un estado permanente. A su juicio, las crisis se deben resolver salvaguardando la democracia, no sacrificándola a las necesidades del momento.
Las reflexiones de Ulrike Meinhof sobre la presencia de trabajadores extranjeros en Alemania –es significativo que, en los sesenta, no se emplease todavía el término de “inmigración” o de “inmigrante”– abundan en la idea de que no son tan distantes los problemas de hoy y los que preocupaban entonces. La periodista, que aún no había pasado el rubicón de la violencia, denuncia la xenofobia que observa en Alemania, y la pone en relación con las condiciones de vida y de trabajo que padecen los extranjeros. Meinhof cree que existen “instintos nacionalistas” en la Alemania de la época, pero la tensión entre los trabajadores alemanes y los que vienen de fuera tiene que ver, a su juicio, con el efecto sobre los salarios de una masiva llegada de mano de obra desde el exterior. “Los sindicatos –escribe Meinhof–, por motivos evidentes de razón democrática, se abstienen de utilizar el resentimiento xenófobo de los alemanes contra los empresarios, y éstos pagan utilizando contra los sindicatos ese resentimiento que ellos mismos han creado”. En esta época, la crítica de Meinhof se expresa todavía a través de un discurso que, aunque severo y contundente, no recurre en exceso al dramatismo ni a los recursos emocionales.
El punto de inflexión se produce en el momento en que se ocupa, por una parte, de la guerra de Vietnam y, por otra, de los enfrentamientos entre la policía y los estudiantes alemanes, que arroja un saldo de un universitario muerto y varios heridos. Da la impresión de que Meinhof construye a partir  de estos dos acontecimientos distantes y sólo relacionados por la presencia genérica de la violencia, un enemigo único, una especie de monstruo con muchos brazos y una sola cabeza. No se trata sólo de que el análisis de Meinhof parezca incorporar por esta vía una cierta dosis de paranoia, sino de que, al imaginar que hay un único protagonista detrás de la guerra de Vietnam y de los disturbios en Alemania, la posibilidad de alegar la noción de legítima defensa se amplía hasta el infinito, amparando la acción terrorista de la Fracción del Ejército Rojo. Meinhof empieza a creer, así, que cometer un atentado en Colonia o Düsseldorf puede ser entendido como respuesta a una acción del ejército norteamericano en una aldea vietnamita. El equívoco se ve acentuado por el hecho de que, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, los jóvenes alemanes están habituados a la presencia de las tropas norteamericanas en su territorio y tienden a considerar a su propio gobierno como cómplice de Estados Unidos.
En poco tiempo, la capacidad de análisis de Meinhof va adoptando un horizonte distinto al que se apreciaba en sus primeros escritos. La defensa de la democracia pasa a un segundo plano, hasta desaparecer, y va cobrando protagonismo la pretensión de encontrar una legitimación a la violencia terrorista. Las estaciones de este itinerario quedan reflejadas en algunos títulos de sus columnas de la época, como “Vietnam y los alemanes”, “Contraviolencia” o “De la protesta a la resistencia”. No basta con decir que Meinhof se va radicalizando; su pensamiento era radical desde el primer momento. Lo que ha aparecido en sus escritos es una nube más sombría: la convicción de que es legítimo recurrir a la violencia para defender ese pensamiento. La periodista empieza a inclinarse hacia el lado del terror, y acabará participando en una acción de la Fracción del Ejército Rojo que acaba con un muerto y dos heridos. El propósito del atentado era liberar a Andreas Baader, con ocasión de su traslado a otra prisión en un furgón policial. Baader es, en efecto, liberado, y las autoridades reparten miles de carteles y octavillas con la fotografía de Ulrike Meinhof, ofreciendo una recompensa de 100.000 marcos a quien pudiera dar noticias de su paradero. La policía la describe de manera sumaria: “35 años de edad, 1,65 de estatura, delgada, cara alargada, cabello castaño largo, ojos castaños”. A pesar de su juventud, era la mayor del grupo.
La puesta en libertad de Brigitte Mohnhaupt ha supuesto para los alemanes, y para el resto de Europa, una evocación de aquellos años contradictorios, y en gran medida pendientes de explicación, en los que pudo convivir la ingenuidad de los movimientos alternativos con el fanatismo violento de grupos como el que lideró Abdreas Baader y al que se sumó una periodista de talento, Ulrike Meinhof.

x José María Ridao para El Siglo de Europa nº 737, 16 abril de 2007