2009/03/31

«RAF: Facción del Ejército Rojo» y 2


Los muchos años que Uli Edel lleva refugiado profesionalmente en la televisión le han convertido en un realizador del montón, que nada tiene que ver ya con quien llevó a la pantalla grande “Yo, Cristina F.” o “Última salida: Brooklyn”. Aquel espíritu trasgresor y provocativo de sus comienzos ha dado paso a una dinámica artificiosa y a una espectacularidad vacía, puestas en “RAF: Facción del Ejército Rojo” al servicio del productor Bernd Eichinger, un viejo zorro que sabe explotar las zonas oscuras de la historia reciente alemana. Esta película sobre la Baader-Meinhof sólo puede convencer a las nuevas generaciones que no vivieron los acontecimientos narrados, o al público desinformado en general. No se presta a ningún análisis interpretativo, ya que se limita a ofrecer datos objetivos fuera de todo enfoque, en una aséptica sucesión de viñetas animadas. Esa falta de posicionamiento ideológico persigue la polémica fácil, al no contentar a ninguna de las partes implicadas.

La única y decisiva subjetividad que maneja “RAF: Facción del Ejército Rojo” es la relativa a la recreación de los personajes reales, convertidos en una burda caricatura de los mismos, a la manera de los controvertidos retratos de famosos llevados a cabo por Oliver Stone. De esta forma es muy difícil tomarse en serio a Andreas Baader, Ulrike Meinhof y el resto de sus compañeros, sometidos todos ellos a la desfiguración de los estereotipos de los años 60 y 70, como si las protestas estudiantiles y la actitud del rock fueran, en términos generacionales, exactamente la misma cosa. En consecuencia, la guerrilla urbana aparece reducida a las aventuras de un grupo de burguesitos jugando a la revolución, que, cuando no consiguen sus objetivos o lo que ellos quieren, se suicidan. Y, digo esto, porque Uli Edel se lava las manos en todo lo concerniente al proceso de Stammheim y su cierre en falso, sin aclarar mínimamente los crímenes de Estado.

«Raf. Facción del Ejército Rojo» 1

De las protestas estudiantiles al proceso de Stammhein

Uli Edel la ha armado en Alemania con «Der Baader Meinhof Komplex», aquí mal retitulada «RAF: Facción del Ejército Rojo», cuando, en realidad, el término exacto a emplear habría sido el de «fracción». Puede que la alarma general que ha creado la película, junto con las dudas que despierta en algunos sectores de opinión, venga de la propia personalidad un tanto marginal de Uli Edel, un veterano que siempre fue por libre.
Nunca perteneció al movimiento del Nuevo Cine Alemán, que fueron oficialmente los testigos directos del periodo político que ahora retrata en «Der Baader Meinhof Komplex», sobre todo al realizar el film colectivo «Alemania en otoño», donde participaron Fassbinder, Schlöndorff, Kluge o Edgar Reitz, entre otros. Después Magarethe Von Trotta incidió en el tema con «Las hermanas alemanas», inspirada en la muerte de la activista de la RAF Gudrun Ensslin, a la que se refiere a través de su hermana, a la cual la cineasta conoció personalmente. Y ya en 1986, Reinhard Hauff hizo «Stammheim», acerca del proceso judicial a los líderes de la banda encarcelados en la prisión del mismo nombre.
El hecho de que Uli Edel no apareciera en el grupo de los que se dedicaron al cine político en su momento es lo que motiva las reticencias hacia su tardío interés por esa trágica etapa de la historia reciente alemana. Desde sus comienzos con «Yo, Cristina F.», Uli Edel se sintió más atraído por un realismo sucio y una estética feísta que culminó con la adaptación de la novela de Hubert Selby «Última salida: Brooklyn». Fracasó, sin embargo, al tratar de amoldarse al cine comercial de Hollywood con el fallido thriller erótico «El cuerpo del delito», arruinado por la presencia estelar de Madonna. A partir de ahí ha sobrevivido en la televisión, hasta que por fin le ha llegado su oportunidad con esta tan polémica película, nominada al Óscar de Mejor Película de Habla No Inglesa por Alemania.
En las fechas previas al estreno alemán de «Der Baader Meinhof Komplex», la casa de Stefan Aust, autor de la novela en que se basa la película, fue atacada por unos desconocidos. Era una muestra el malestar que despertaba la adaptación cinematográfica, concretada en la denuncia presentada por la exmilitante de la RAF Brigitte Mohnhaupt, perteneciente a la segunda generación de la banda, y que en la pantalla es encarnada por la actriz Nadja Uhl. Su petición, presentada a su salida de la cárcel tras cumplir veinticuatro años de condena, consistía en la eliminación de dos escenas de sexo, las cuales considera falsas y contrarias a los hechos reales. La denuncia fue desestimada por un juez de Hamburgo, que entendió que se trataba de licencias creativas tomadas por los autores de la película.
El descontento de la vieja militancia izquierdista ha coincidido con las protestas, por el lado contrario, de los familiares de las víctimas. Michael Buback, hijo del fiscal general Siegfred Buback, muerto en atentado en 1977, ha advertido sobre el peligro que entraña la identificación de los espectadores con los protagonistas de la película, según él, unos terroristas a los que se puede tomar equivocadamente por héroes revolucionarios. En un sentido similar se expresa la viuda del baquero Jürgen Ponto, que también murió durante aquel famoso Otoño Caliente en el que la RAF protagonizó una serie de acciones armadas para exigir la liberación de sus líderes encarcelados en la prisión de máxima seguridad de Stammheim.
Voces divergentes
Pero no todo es unidad en el frente de los familiares de las víctimas, ya que Jörg Schleyer, hijo del jefe de la patronal Hans Martin Schleyer, apoya y defiende la película, que, según él, muestra a los miembros de la RAF como unos criminales. Hay que recordar que su padre fue objetivo principal dentro de las acciones del Otoño Caliente, por cuanto era un antiguo y destacado nazi. La Baader-Meinhof siempre había dirigido sus ataques contra la Alemania continuista, heredera del falso «milagro alemán» inventado por el canciller Konrad Adenauer, de quien recogió el testigo Helmut Schmidt con una política represiva que alcanzó su grado máximo con los crímenes de estado perpetrados en las celdas de aislamiento de Stammheim, los supuestos suicidios mediante los cuales fueron eliminados, primero Ulrike Meinhof, y después Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jean-Carl Raspe. La represión fue, precisamente, el caldo de cultivo en el que surgió la RAF, tal como se muestra en la película a raíz de la muerte de un estudiante a manos de la Policía durante una manifestación de protesta contra el recibimiento al Sha de Persia en el Berlín todavía dividido de 1967.
Es muy difícil resumir las muchas críticas u objeciones que en Alemania se ha encontrado la película desde su estreno, mientras que en otros países ha sido mejor recibida, toda vez que el tema no les toca tan cerca y la controversia se enfría. Una de las más repetidas apunta hacia la utilización de intérpretes muy conocidos en su país para dar vida a los personajes históricos, convirtiendo esta producción de Bernd Eichinger, el mismo que estaba detrás de «El hundimiento», en un vehículo estelar. A la mencionada Nadja Uhl, en el papel de la superviviente Brigitte Mohnhaupt, se suman Moritz Bleibtreu (Andreas Baader), Martina Gedeck (Ulrike Meinhof), Johanna Wokalek (Gudrun Ensslin) o Niels-Bruno Schmidt (Jean-Carl Raspe). Otro de los aspectos que han molestado es el de la incursión de lleno en el cine de acción para describir las acciones armadas, mediante técnicas de filmación y montaje agresivas en el encadenado vertiginoso de planos cortos. Las miradas se vuelven de nuevo hacia Bernd Eichinger, a quien se acusa de ser un productor deseoso de convertir la historia alemana en un espectáculo de masas, en lugar de indagar en sus errores con una vocación didáctica. El otro peliagudo dilema es el de la objetividad, ya que Uli Edel se puede permitir el distanciamiento que permiten las tres décadas transcurridas, lo cual puede servir también de pretexto para no tomar partido. Y ahí es donde volvemos al principio, porque en los años 70 sí hubo cineastas comprometidos que lo tomaron con todas las consecuencias. Al volver la vista atrás se debería haber reflejado eso: cómo la guerrilla urbana gozó de un respaldo popular y un posicionamiento de los intelectuales de izquierdas a favor en su fase inicial, cuando la RAF atracaba bancos y actuaba contra las bases militares norteamericanas.
Sin posibilidades en los Óscar
El productor Bernd Eichinger suele colocar sus películas en las nominaciones a los Óscar de Mejor Película de Habla Inglesa, pero «Der Baader Meinhof Komplex» nunca llegó a ser la favorita, a pesar de colocarse entre las cinco finalistas. Se benefició de ese fabuloso escaparate de cara a la distribución internacional, para así airear su polémico contenido a los cuatro vientos. Otro asunto bien distinto es la posibilidad de premio, a sabiendas de que los miembros de la Academia de Hollywood acostumbran a evitar consagrar a las películas políticamente incómodas. Tampoco se atrevieron a hacerlo con la preferida de la crítica, la israelí «Vals con Bashir», por estar los acontecimientos de la franja de Gaza demasiado recientes. La otra opción podía haber sido «La clase», todo un fenómeno social en su país de origen a propósito del debate sobre la enseñanza, pero que no parece llegar a los espectadores y críticos estadounidenses. Al final se decidieron por el tono existencialista de la japonesa «Okuribito», dejando a un lado también la austriaca «Revanche».

«RAF», una película y sus fantasmas

artículo de Joseba Macías para el diario Gara

En estos días se proyecta en las pantallas de Euskal Herria «RAF: Fracción del Ejército Rojo», largometraje alemán dirigido por Uli Edel y nominado a mejor película de habla no inglesa en la pasada edición de los Oscar. El autor del artículo recomienda la película y se fija en el acierto de una nueva generación de cineastas que abordan la relectura histórica desde el medio cinematográfico.
El cine alemán sigue atravesando un momento dulce en el siempre difícil contexto de las cinematografías periféricas al gran oligopolio hollywoodense. No me refiero sólo al éxito comercial o a la posibilidad de haber conseguido distribuir y exhibir en los últimos años y más allá de sus fronteras una serie de títulos abalados por la taquilla («El Perfume», «El gran silencio», «Plan Imperfecto»...) sino, fundamentalmente, a la recuperación de una cultura cinematográfica en la que la reincorporación de la memoria histórica juega un papel fundamental («El hundimiento», «Good Bye Lenin», «La vida de los otros», «Los falsificadores»...).
Es innegable que el siempre difícil ejercicio de volver la mirada hacia períodos todavía recientes y nunca superados en la intensa y convulsa crónica de la Alemania del siglo XX, nos muestra claramente una perspectiva fundamental: la propiciada por unos cineastas que saben utilizar también el medio audiovisual como agenda necesaria de relectura histórica, de nueva y siempre obligada mirada sobre realidades que desde el poder establecido se trata sistemáticamente de borrar del imaginario social y del inconsciente colectivo de unas generaciones demasiado hipotecadas a un pasado saturado de traumas y silencios consensuados.
La llegada ahora a las pantallas vascas de la película «RAF, Facción del Ejército Rojo» (en el original con un título tan coherentemente sensacionalista como «El complejo Baader-Meinhof») nos posibilita acercarnos a este espíritu de relectura histórica propiciado por una nueva generación de cineastas inquietos. El estreno alemán del film ya dio lugar en estas mismas páginas a más que interesantes artículos de dos buenos amigos (Ingo Niebel y Mikel Insausti), pero me gustaría incorporar una nueva reflexión ahora que la mayor parte de los ciudadanos vascos tenemos oportunidad de verla en nuestros cines o, lo que es lo mismo, de observar de primera mano la reconstrucción de unos años de intensa respuesta social que forjaron, también entre nosotros-as, un amplio universo crítico y plural ante el «poder del Estado» mantenido higiénicamente hasta nuestros días.
Tengo que señalar, de entrada, que la película me ha parecido interesante en su reconstrucción de una época y una transgresión socializada. Más allá de determinadas figuras caricaturizadas, de falta de contextualizaciones necesarias, o de situaciones no suficientemente explicadas, la narración cronológica de unos años que empiezan con la respuesta estudiantil y popular ante la visita del Sha de Persia a Alemania (1967) y culminan con la ejecución del entonces jefe de la patronal y antiguo militante nazi Hans-Martin Schleyer (1977), recrea sucintamente el tiempo y el entorno que generan la aparición de la respuesta armada de la Rote Armee Fraktion (RAF, Fracción del Ejército Rojo) y las primeras acciones de una organización político-militar que mostró como nadie las contradicciones innatas al «moderno estado capitalista alemán».
A lo largo de casi dos horas y media recorren la pantalla las imágenes de Vietnam, las asambleas estudiantiles con el inolvidable Rudi Dutschke, los entrenamientos junto a los palestinos del Frente Popular, las debilidades del Estado, la tragedia de Munich 72, los mecanismos de represión generalizada, los juicios-farsa de un poder que termina sentado en el banquillo de los acusados simbólicos, el papel del «establishment» alemán en el amparo del imperialismo norteamericano, los «suicidios» en la cárcel de Stammheim...
Es cierto, como señalan algunos críticos, que en ocasiones da la impresión de que estos jóvenes comprometidos son más una banda de snobs con espíritu rockero que una célula militante. Pero es innegable también que estamos ante una valiente mirada de un nuevo cine germano que recupera la larga tradición crítica marcada por cineastas históricos como Kluge, Schlöndorf, Reitz, Fassbinder o Von Trotta, quienes hace ya muchos años nos dejaron títulos emblemáticos sobre este período como «Alemania en otoño» (1977) o «Las hermanas alemanas» (1982).
Dirigida por Uli Edel, realizador de películas comerciales como «Yo Cristina F.» o «El cuerpo del delito» y de superproducciones televisivas como «El anillo de los nibelungos», «RAF» ha vivido la polémica habitual consustancial a cualquier ejercicio de indagación en una historia reciente sumida en la discordia, como bien podrían contar los directores Julio Medem o Jaime Rosales en su durísima experiencia cercana... Pero más allá de los ruidos habituales, la película contribuye de una manera fehaciente a propiciar un debate social secuestrado por las fuerzas del «orden establecido».
Es cierto que han ocurrido muchas cosas en Alemania en estos treinta años: una reunificación llena de traumas y mentiras, una manifiesta deslegitimación de la partitocracia reinante, la potenciación de nuevos mecanismos de integración de la clase trabajadora en las estructuras del sistema, la aparición de originales movimientos de contestación y respuesta, el aumento sustancial de nuevos flujos de emigración no comunitaria, la desaparición de la última generación de los militantes de la RAF a finales de los años ochenta...
Pero en la película aparecen dos elementos esenciales que todavía hoy (y quizá más que nunca) siguen teniendo un papel hegemónico en la manipulación de las conciencias y de las voluntades: la socialdemocracia política y los medios de comunicación. Hay un momento cumbre en el film cuando el siempre mágico Bruno Ganz (Horst Herold) observa las imágenes en la televisión de un Willy Brandt que en 1969 es designado como nuevo canciller de la República Federal. Una escena en la que se muestra a la perfección el discurso de criminalización y asimilación como dos caras de la misma moneda.
Lo mismo ocurre con el imperio mediático del editor Alex Springer que llega a controlar en los años setenta del pasado siglo el 89% de la producción impresa alemana con publicaciones que van desde el escándalo, la pornografía y el sensacionalismo hasta el «análisis político». El mismo grupo Springer que hablará de que «la policía cumple con su deber» cuando asesinan en las calles de Berlín al estudiante Benno Ohnesorg, como se ve en la película. O que conseguirá, con su permanente presión, que el policía autor de los disparos salga absuelto unos meses más tarde por decisión del Tribunal de Justicia... Las cosas no han cambiado mucho.
Como diría en aquel tiempo un sociólogo berlinés, «Springer somete a los alemanes a un atontamiento sistemático, ofreciéndoles de todas las cosas la visión más apta para despertar sus más bajos instintos». Algo de lo que también por aquí hemos aprendido suficientemente en este cursillo permanente e intensivo de «nuevos tiempos-nuevo periodismo»... Por eso, películas como «RAF: Facción del Ejército Rojo» tienen la enorme virtud de proponernos, en contrapunto, un sano ejercicio de reflexión colectiva. Aunque sólo sea por eso, ir a verla ya merece la pena.

¿Por qué ahora ellos?

artículo de Josep Torrell a propósito del estreno de la película "RAF: Facción del Ejército Rojo" y aparaceido en la revista Mientras Tanto nº68, (de abril 2009).
En la España de mediados de los años setenta, Ulrike Marie Meinhof —en gran parte debido a un par de libros traducidos por Manuel Sacristán Luzón— se convirtió en una especie de alegoría de la desesperación revolucionaria. Ulrike Meinhof nació en 1934 y tenía 23 cuando participó en las Marchas de Pascua, que era el primer movimiento pacifista de los años cincuenta, y posteriormente contra las leyes de emergencia. Afiliada al partido comunista (1958-1964), fue miembro activo de Federación de Estudiantes Socialistas (SDS). Profesionalmente fue periodista y jefe de redacción de la revista Konkret (1959-1969) y tuvo fama como periodista radiofónica y televisiva.
La evolución antidemocrática del gobierno alemán, su sujeción a los dictados del amo estadounidense y le preocupante pasividad de las clases trabajadoras inquietaron primero a Ulrike y la indignaron después. La matanza de un manifestante contra el Sha de Irán (1967) y el atentado contra el líder estudiantil Rudi Dutschke (1968) constituyeron puntos de no retorno en su reflexión política. Desde su columna de Konkret, defendió a Andreas Baader cuando incendió unos grandes almacenes y luego dio el paso a la guerrilla urbana, al participar en la fundación de la Fracción del Ejército Rojo (conocida policialmente como banda Baader-Meinhof). Era lo paradójico de su trayectoria —una dirigente pacifista que acaba fundando un grupo armado— lo que convertía su caso en motivo para pensar. Por utilizar un término de Eric Hobsbawm, que hizo fortuna por aquel entonces, era una revolucionaria sin revolución. Sacristán invocó el término de desesperado.
Cada vez más consciente de que la estrategia armada no llevaba a ningún lado deseable, pero también que decirlo era una traición para quienes pensaban lo contrario, Ulrike se quitó la vida el 9 de mayo de 1976, aniversario de la derrota de las tropas nazis. Treinta años más tarde, reflexionar de nuevo sobre Ulrike Meinhof podría ser un modo de pensar qué es la izquierda y qué podemos hacer en una situación que no deja de tener inquietantes similitudes con la Alemania de entonces. Hacer una película podía servir para dibujar —para las generaciones que han venido después— la situación de bloqueo y las alternativas que barajaba la izquierda juvenil de aquellos años: para tratar sencillamente de desvelar aquella alegoría.
Es cierto que los cineastas de aquella generación y posteriores intentaron acercarse a la experiencia de este grupo armado. Margarette von Trotta le dedicó dos de sus mejores películas: El segundo despertar de Krista Klages (1977) y, sobre todo, Las hermanas alemanas (1981). Reinhard Hauff hizo también Stammheim: el proceso (1986), editada ahora en DVD. Entre las películas recientes cabe destacar El silencio tras el disparo (1999) de Volker Schöndorff (sobre la tragedia de una arrepentida entre las dos estados alemanes) y Die Innere Sicherheit (2000) de Christian Petzold (sobre los hijos que hubieron de sufrir la trayectoria fugitiva de sus padres). También el cine documental se ha ocupado del tema, con la sobria y lúcida Ulrike Marie Meinhof. Lettre à la fille (1994) de Timoun Koulmasis. Cada una de ellas trataba, a su manera, de acercarse a las razones subyacentes a la decisión de pasar a la lucha armada.
Aunque la película RAF: Facción del Ejército Rojo (Der Baader-Meinhof Komplex, 2008) de Uli Edel, que acaba de estrenarse, no parece ir por esos derroteros. Es cierto, por supuesto, que resulta impactante la reconstrucción de la época y las escenas que son el caldo de cultivo del grupo, desde el asesinato a sangre fría de Benny Ohnesorg en la manifestación ante el régimen del Sha hasta el atentado contra Rudi Dutschke. Son rápidas, pero convincentes, las noticias que llegan de todo el mundo. Pero esa presentación se va deshinchando poco a poco a medida que se adentra en la historia del grupo y su planteamiento de la guerrilla urbana contra el imperialismo.
Meinhof tenía diez años más que sus compañeros, y tenía también más experiencia, sobre todo política, pero también muchos contactos, en particular entre la intelectualidad. Sin embargo, nada se dice en la película ni de que había sido pacifista ni de su simpatía entre sectores de los intelectuales. Así, por ejemplo, se pasa por alto que fue detenida no en cualquier piso franco sino en casa de un intelectual (que la entregó a la policía). Podría parecer anecdótico, pero no lo es: es el retrato del personaje el que resulta falseado y, por lo tanto, dañado.
También causa cierta sorpresa ver la fragilidad y la timidez de Ulrike Meinhof en relación con los demás miembros del grupo, cuando la imagen que ella daba por televisión —y son imágenes que puede haber visto cualquiera— es diametralmente opuesta: elocuencia argumental, claridad de propuestas, réplicas fulminantes y capacidad de convicción. Es muy posible que en la vida privada fuera algo diferente, pero esto no quiere decir que hiciera cosas tan social-ridículas (como leer la carta al Sha a un grupo que más parecen potentados que gente de Konkret), o que ocupara un segundo término dentro del grupo. El personaje real de Ulrike se desdibuja.
El retrato que se ofrece de Andreas Baader y Gudrun Ensslin es igualmente discutible. Posiblemente es acertado ver cierto personalismo en Baader, pero cuesta bastante de creer que jugasen con las pistolas como si nada (por ejemplo, en la carrera nocturna disparando en la carretera). Probablemente ese juego sólo es posible para quien no ha tenido un arma cargada en sus manos. Además hay algo importante que se pierde: el politicismo del tiempo; el hablar siempre en lenguaje político (incluso de las cosas más íntimas). Gudrun Esslin parece responder a este modelo, pero no los demás. Parece que estén allí para jugar un poco, o simplemente para cubrir el repertorio.
La reflexión sobre lo que hacían se esfuma en el aire. Cómo se teoriza la guerrilla urbana, cómo se fijan sus objetivos, cómo se evalúa la pasividad de las masas, etcétera, sencillamente no cuentan al hacer el guión de la película. Las divergencias en prisión —que existieron— podían haberse resuelto mediante una discusión entre ellos (las reuniones están, pero no la discusión), pero se optó por diseminar las frases relevantes a lo largo de muchas secuencias (sin relación dramática entre sí).
Lo mismo sucede con la muerte. Salvo Holger Meins —probablemente porque había el abogado presente— se omiten las muertes de los demás. Que Ulrike Meinhof se suicidara está comprobado, pero la versión que Baader, Esslin y Raspe se suicidaran deja mucho que desear. Es la frase final la que los da por suicidados a todos. Pero es la frase más etérea (y tramposa) de cuantas suenan en la película. Porque el espectador —a quien se remite ese “¿qué os habíais creído que eran?”— en realidad no puede pensar nada, porque no se le han dado los elementos de juicio para pensar cabalmente. Es una frase que permite repasar la película, pero al mismo tiempo es la garantía de que el espectador no va a encontrar más que lo que él mismo haya metido (y nunca los guionistas).
¿Por qué, ahora, ellos? Tal vez buscar la alegoría de esa activista por la paz metida a colocar bombas en las bases norteamericanas sea sólo un sueño de mi generación, el sueño de quienes un día de otoño de 1977 sentimos el frío en el corazón ante el suicidio de estado de los tres prisioneros. Tal vez esta historia vieja, del siglo pasado, sirva sólo para vender más entradas de cine (sobre todo si tiene cierta proporción de aventuras). Tal vez.
Si no fuera porque, desatendida la motivación política de los personajes, sólo queda su enfrentamiento directo con la policía. Terroristas contra serenos, con algunas frases —sobre la guerra cuando no hay guerra— que pertenecen más a este siglo que al pasado. Ahí está todo. En este duelo, por lo demás, gana la policía. En concreto, el presidente de la oficina criminal federal, Horst Herold (bien interpretado por Bruno Ganz), que fue el encargado de eliminar la Fracción del Ejército Rojo. A la nulidad con que se presenta el pensamiento político en torno a la guerrilla urbana se contrapone con todo lujo de detalles el discurso de la represión y el aniquilamiento: un Herold que, mientras saborea una sopa de bogavante, hace cábalas sobre como acabar con su enemigo. Es decir, la imagen del estado policial.
Probablemente el único héroe positivo que concibe el mercado sea éste. Un ángel exterminador de las esperanzas de cambio. Pero la Fracción del Ejército Rojo no se merecía ese escarnio desazonador, por mucho que uno disienta del camino que emprendieron.