por Peter O. Chotjewitz
Treinta años después de su muerte violenta el 9 de mayo, las imágenes son tan imponentes como el primer día. Sobre todo las publicadas. La primera placa de detenida; la primera foto de encarcelada; la imagen final, colgada.
1970, 1972, 1976; los números de los años lo declaran: el ascenso de la publicista Ulrike Meinhof, de estrella intelectual de un periódico estudiantil a icono de la moral política y de los derechos humanos, se cumplió en un breve período de su vida, el último. Qué hubo antes y por qué pasó a la RAF [Rote Armee Fraktion, fracción del ejército rojo], queda de todo punto eclipsado. Podría dar cierta plausibilidad indeseada a su último y radical paso.
La posteridad la ha reducido prácticamente al papel de una Juana de Arco de la resistencia contra el Leviatán, la omnipotente superpersona del Estado. Se la ha elevado al Olimpo de los elegidos dispuestos a morir por sus convicciones, como los santos Sócrates, Hus, Giordano Bruno y Michael Kolhas, a quien en 1540, dándosele la razón, se hizo ajusticiar con el suplicio de la rueda como perturbador del orden público.
Jovencitas ávidas de instrucción ante la próxima campaña antiglobalización, las más todavía en edad escolar, devoran libros que hablan de ella, no importa su veracidad. No es por azar que una biografía suya muy leída fuera publicada por Beltz & Gelberg, una editorial juvenil.
La basura con que autores mercenarios a sueldo de gigantescos aparatos de Estado la cubrieron desde mayo de 1970, es decir, desde el tiroteo en el Otto Suhr Institut de Berlín occidental, no ha impedido su conversión en una figura luminosa, a la que aun historiadores conservadores como Joachim Fest deben rendir sus respetos.
La RAF fue derrotada, pero no impera la paz. Sus análisis y objetivos programáticos, que pueden releerse en manifiestos escritos también por la mano de Meinhof, siguen viviendo en una suerte de cenotafio. Sólo una opción tiene el Estado para protegerse de ese peligro dormido. Tendría que dejar de entenderse a sí mismo como auxilio de la plutocracia, para convertirse en un valedor consecuente y eficaz de las necesidades de las clases bajas del propio pueblo y de los pueblos explotados de los Estados y los continentes pobres.
La conmoción desatada por la muerte de Ulrike Meinhof en 1976 llevó a arrebatadas manifestaciones por todo el territorio federal. En Francfort, en donde había una convocatoria frente a la Casa de los estudiantes, se llegó a enfrentamientos con las fuerzas de orden público. Yo venía de Stuttgart, y todavía veo la ciudad sublevada: me viene a la mente un furgón policial en llamas, pero puede que se trate de otra manifestación.
En el suicidio anunciado por el gobierno creyeron pocos. Eso guarda relación con el estado de confrontación. El tribunal de Stuttgart, que debía juzgar a cinco cuadros de la RAF, había ya perdido a un acusado –Holger Meins, a quien se dejó morir en noviembre de 1974 de inanición en Wittlich—. Los tres acusados restantes morirían diecisiete meses después en la prisión judicial de Stuttgart-Stammheim en circunstancias no aclaradas, de manera que ninguno de los juicios llegó a realizarse.
Fue sobre todo en el momento de la detención que murieron estos enemigos del Estado buscados con tanto ardimiento. Las más veces, fueron ejecutados sin llevar armas, o, ya desarmados, cuerpo en tierra. Eso despertó la impresión de que había una orden superior de no hacer prisioneros. Werner Sauber –Daniel de Roulet le ha levantado un monumento en su novela Double— fue ejecutado el 9 de mayo de 1975 en un estacionamiento de Colonia cuando estaba ya indefenso sobre el asfalto: justo un año antes que Ulrike Meinhof. El médico Karl-Heinz Roth, sentado junto a él en el automóvil, quedó herido de extrema gravedad. El tercero, Roland Otto, resultó ileso. Cuando Roth y Otto fueron absueltos, tronaron los policías: "Tendríamos que haber liquidado también a los otros dos".
La lista es larga. Desde Rauch y Weißbecker, hasta Grams, pasando por Stoll y van Dyck. Todos ejecutados en situaciones que no justificaban el uso policial de armas de fuego. Es verdad que los Colts se manejaban a la ligera, por ambas partes, y que se puede explicar el gatillo fácil de algunos funcionarios que podían temer por su vida. Disculpa no es; ni moral, ni jurídica.
Por lo demás, las dudas en el caso Meinhof fueron alimentadas por el informe de una comisión investigadora internacional (publicado por la editorial Maspero de París) que en 1978 decía: "La afirmación de las autoridades estatales, según la cual Ulrike Meinhof se dio muerte a sí misma colgándose, no está probada. Los resultados de las investigaciones más bien permiten concluir que Ulrike Meinhof no podía colgarse por su propia mano".
Ulrike Meinhof era ya evidentemente una celebridad antes de que fundara con otros la Rote Armee Fraktion, que se entendía a sí misma como brazo armado de la resistencia antiimperialista, y a la que –dicho sin precaución— pudo llamarse leninista. Recuerdo la fascinación con que leíamos sus columnas en la revista konkret, que publicaba la editorial Klaus Wagenbach, en cuya página web, ¡pequeña ignorancia!, puede leerse ahora que la autora murió en 1972.
Yo consumía desde 1955 la hoja que para la APO [oposición extraparlamentaria] desempeñaba un cierto papel, y desde 1960 leía siempre, lo primero, los artículos analítico-polémicos de Meinhof, que todavía hoy resultan legibles y actuales. Muestran la amplitud de su compromiso social y político. Temas nacionales como la permanencia de viejos nazis, las leyes de excepción y emergencia o la pobreza figuran en el ancho repertorio de su obra periodística, no menos que los problemas de la política internacional: imperialismo, luchas de liberación en el tercer mundo, tricontinentales, la guerra de Indochina, las protestas estudiantiles en los EEUU.
Lo que ahora su hija Bettina Röhl, en un incalificable libro de revelaciones, puede saldar de barato como sensación, era archisabido por los admiradores de entonces de la Meinhof. Que simpatizaba con la prohibida KPD [Partido Comunista de Alemania, ilegalizado por Adenauer en 1956], con la Unión Soviética y con la RDA (siempre críticamente, huelga decirlo). Que gracias al movimiento contra la guerra nuclear y las marchas de Pascua de los años cincuenta, consiguió hacerse un nombre. Que tenía sus raíces en las tradiciones humanistas de Occidente, con una impronta cristiana. Que su insólita rigidez ética venía en parte de su relación con Renate Riemeck, que hacia 1960 era uno de los mascarones de proa de una Unión Alemana por la Paz más bien irrelevante políticamente.
La opción por la lucha armada a comienzos del verano de 1970 fue sin embargo interpretada por muchos como una ruptura y vista con incomprensión. Pero estaba en la lógica de la oposición extraparlamentaria no seguir atacando sólo verbalmente los excesos y los efectos del orden social capitalista postfascista.
En la bibliografía a ella dedicada, la separación de su marido, el abandono de la existencia comparativamente pequeñoburguesa en el barrio de la alta sociedad de la Elbchausee de Hamburgo y el traslado a Berlín occidental no son interpretados de un modo suficientemente claro como reacción al espíritu de los tiempos. Lo cierto es que, como muy tarde desde el 2 de junio de 1967 –el día en que las autoridades de Berlín occidental reprimieron brutalmente una manifestación ante la Ópera alemana y dejaron que se ejecutara alevosamente a un estudiante, a fin de generar una escalada—, estaba en el orden del día el proyecto de atacar directamente, como baluarte del imperialismo, al Estado y a sus obscenos representantes, y de radicalizar la resistencia mediante la propaganda con hechos.
Ulrike Meinhof dejó casa y séquito cuatro días antes de la Conferencia internacional contra los crímenes de guerra estadounidenses en Indochina, que empezó en Berlín occidental el 17 de febrero de 1968. La declaración final, que culminó en una gran manifestación, todavía se lee hoy como un llamamiento a pasar definitivamente a la sublevación. Se pedía sin afeites la colaboración política y organizativa con los movimientos revolucionarios de liberación y la creación de un frente unido de resistencia en los EEUU y en los países europeo-occidentales. Enemigo: el imperialismo norteamericano y su peón de brega europeo. Objetivo: la revolución socialista mundial.
Apenas dos meses después, ardían en llamas dos grandes almacenes comerciales en Francfort: un acontecimiento que fue generalmente celebrado como la ceremonia fundacional de la RAF, pues empujó a dos protagonistas a la ilegalidad, aun cuando los daños fueron muy limitados. Ulrike Meinhof dedicó al incendio una reseña comprensiva que fue entendida por buena parte de la izquierda de entonces como una invitación a seguir trabajando en esa línea. Tal vez los redactores de la resolución final de la Conferencia sobre Vietnam no dieran a sus protrépticas palabras el sentido que nosotros inferimos. O tal vez se retractaron luego, a la vista de la que se había organizado, y les entró el miedo ante su propio coraje.
El hecho es que Meinhof y los demás fundadores de la RAF albergaron de buena fe la esperanza de que su lucha hallaría simpatías y apoyos en los medios legales. Jamás fue la RAF –nadie habla hoy de ello— concebida como una organización de masas, sino como grupo de cuadros y como punta de lanza capaz de agudizar las contradicciones políticas y ampliar los márgenes de maniobra de la oposición legal. Tragedia de esa organización: jamás fue aprovechada tal posibilidad, poniéndose en cambio muy pronto en marcha un proceso de desolidarización que, en lo venidero, llegó incluso a rechazar el bienintencionado consejo de un [Heinrich] Böll: "un salvoconducto para Ulrike Meinhof".
Las condiciones de encarcelamiento a las que se expuso a Ulrike Meinhof a partir de 1972 eran homicidas. En Colonia-Ossendorf llegó a estar hasta tres veces en aislamiento total –la primera vez, inmediatamente después de su detención, durante 237 días—. Sobre las consecuencias psíquicas y físicas de este tipo de tortura escribió un informe conmovedor, que ahora es una pieza distinguida de la historia de la literatura.
El objetivo de las numerosas humillaciones era claro y se declaró abiertamente: quebrantar la personalidad. Quería ofrecerse al loco a la opinión pública, moverla a ella distanciarse de su biografía política y estimular a sus camaradas en la clandestinidad a abandonar la lucha desigual. Con algunos, se logró. Contra los principales acusados, que no cedieron, hubo que adoptar medidas más extremas. Otros, como Christian Klar y Birgit Hogefeld, que no se dejaron instrumentalizar, siguen todavía entre rejas.
Pero lo que nosotros discutíamos –yo representaba legalmente a Andreas Baader— en casi cada visita a la séptima planta de la prisión judicial de Stammheim no eran tanto las condiciones de cárcel, que dicho sea de pasada, tras el inicio del proceso, se relajaron un poco, sin llegar a pasar nunca del aislamiento en ínfimos grupos. Un tema importante era el deterioro de la situación política: se hacía cada vez más precaria, y la solidaridad con los presos remitía. Si en el verano de1972 los objetivos y los métodos de la RAF aún despertaban simpatías en amplios sectores de la población, tras la muerte de Holger Meins y la ejecución del presidente de la Audiencia de Berlín occidental, Günter von Drenkmann, a finales del otoño de 1974, se desmoronó incluso la disposición al compromiso con una mejora de las condiciones de encarcelamiento.
Hay cartas desde la cárcel, dirigidas a conocidas personalidades, que muestran cómo los presos se sentían crecientemente abandonados a su suerte, hasta quedar completamente inermes. Que la pugnaz voluntad subversiva de finales de los sesenta trocara en cobardía y resignación, es tema aparte. Tiene que ver con la campaña mediática de odio y criminalización contra toda izquierda que no se prestara a un distanciamiento profiláctico.
Cuando Ulrike Meinhof murió, asistimos a un último encalabrinamiento de la opinión pública, fundado en el hecho de que había sido una prestigiosa intelectual, una de las grandes esperanzas de la publicística en lengua alemana. Tras los atentados de 1977, también el grueso de la izquierda se alegró de que los más populares cuadros de la RAF estuvieran finalmente muertos.
Treinta años después de su muerte violenta el 9 de mayo, las imágenes son tan imponentes como el primer día. Sobre todo las publicadas. La primera placa de detenida; la primera foto de encarcelada; la imagen final, colgada.
1970, 1972, 1976; los números de los años lo declaran: el ascenso de la publicista Ulrike Meinhof, de estrella intelectual de un periódico estudiantil a icono de la moral política y de los derechos humanos, se cumplió en un breve período de su vida, el último. Qué hubo antes y por qué pasó a la RAF [Rote Armee Fraktion, fracción del ejército rojo], queda de todo punto eclipsado. Podría dar cierta plausibilidad indeseada a su último y radical paso.
La posteridad la ha reducido prácticamente al papel de una Juana de Arco de la resistencia contra el Leviatán, la omnipotente superpersona del Estado. Se la ha elevado al Olimpo de los elegidos dispuestos a morir por sus convicciones, como los santos Sócrates, Hus, Giordano Bruno y Michael Kolhas, a quien en 1540, dándosele la razón, se hizo ajusticiar con el suplicio de la rueda como perturbador del orden público.
Jovencitas ávidas de instrucción ante la próxima campaña antiglobalización, las más todavía en edad escolar, devoran libros que hablan de ella, no importa su veracidad. No es por azar que una biografía suya muy leída fuera publicada por Beltz & Gelberg, una editorial juvenil.
La basura con que autores mercenarios a sueldo de gigantescos aparatos de Estado la cubrieron desde mayo de 1970, es decir, desde el tiroteo en el Otto Suhr Institut de Berlín occidental, no ha impedido su conversión en una figura luminosa, a la que aun historiadores conservadores como Joachim Fest deben rendir sus respetos.
La RAF fue derrotada, pero no impera la paz. Sus análisis y objetivos programáticos, que pueden releerse en manifiestos escritos también por la mano de Meinhof, siguen viviendo en una suerte de cenotafio. Sólo una opción tiene el Estado para protegerse de ese peligro dormido. Tendría que dejar de entenderse a sí mismo como auxilio de la plutocracia, para convertirse en un valedor consecuente y eficaz de las necesidades de las clases bajas del propio pueblo y de los pueblos explotados de los Estados y los continentes pobres.
La conmoción desatada por la muerte de Ulrike Meinhof en 1976 llevó a arrebatadas manifestaciones por todo el territorio federal. En Francfort, en donde había una convocatoria frente a la Casa de los estudiantes, se llegó a enfrentamientos con las fuerzas de orden público. Yo venía de Stuttgart, y todavía veo la ciudad sublevada: me viene a la mente un furgón policial en llamas, pero puede que se trate de otra manifestación.
En el suicidio anunciado por el gobierno creyeron pocos. Eso guarda relación con el estado de confrontación. El tribunal de Stuttgart, que debía juzgar a cinco cuadros de la RAF, había ya perdido a un acusado –Holger Meins, a quien se dejó morir en noviembre de 1974 de inanición en Wittlich—. Los tres acusados restantes morirían diecisiete meses después en la prisión judicial de Stuttgart-Stammheim en circunstancias no aclaradas, de manera que ninguno de los juicios llegó a realizarse.
Fue sobre todo en el momento de la detención que murieron estos enemigos del Estado buscados con tanto ardimiento. Las más veces, fueron ejecutados sin llevar armas, o, ya desarmados, cuerpo en tierra. Eso despertó la impresión de que había una orden superior de no hacer prisioneros. Werner Sauber –Daniel de Roulet le ha levantado un monumento en su novela Double— fue ejecutado el 9 de mayo de 1975 en un estacionamiento de Colonia cuando estaba ya indefenso sobre el asfalto: justo un año antes que Ulrike Meinhof. El médico Karl-Heinz Roth, sentado junto a él en el automóvil, quedó herido de extrema gravedad. El tercero, Roland Otto, resultó ileso. Cuando Roth y Otto fueron absueltos, tronaron los policías: "Tendríamos que haber liquidado también a los otros dos".
La lista es larga. Desde Rauch y Weißbecker, hasta Grams, pasando por Stoll y van Dyck. Todos ejecutados en situaciones que no justificaban el uso policial de armas de fuego. Es verdad que los Colts se manejaban a la ligera, por ambas partes, y que se puede explicar el gatillo fácil de algunos funcionarios que podían temer por su vida. Disculpa no es; ni moral, ni jurídica.
Por lo demás, las dudas en el caso Meinhof fueron alimentadas por el informe de una comisión investigadora internacional (publicado por la editorial Maspero de París) que en 1978 decía: "La afirmación de las autoridades estatales, según la cual Ulrike Meinhof se dio muerte a sí misma colgándose, no está probada. Los resultados de las investigaciones más bien permiten concluir que Ulrike Meinhof no podía colgarse por su propia mano".
Ulrike Meinhof era ya evidentemente una celebridad antes de que fundara con otros la Rote Armee Fraktion, que se entendía a sí misma como brazo armado de la resistencia antiimperialista, y a la que –dicho sin precaución— pudo llamarse leninista. Recuerdo la fascinación con que leíamos sus columnas en la revista konkret, que publicaba la editorial Klaus Wagenbach, en cuya página web, ¡pequeña ignorancia!, puede leerse ahora que la autora murió en 1972.
Yo consumía desde 1955 la hoja que para la APO [oposición extraparlamentaria] desempeñaba un cierto papel, y desde 1960 leía siempre, lo primero, los artículos analítico-polémicos de Meinhof, que todavía hoy resultan legibles y actuales. Muestran la amplitud de su compromiso social y político. Temas nacionales como la permanencia de viejos nazis, las leyes de excepción y emergencia o la pobreza figuran en el ancho repertorio de su obra periodística, no menos que los problemas de la política internacional: imperialismo, luchas de liberación en el tercer mundo, tricontinentales, la guerra de Indochina, las protestas estudiantiles en los EEUU.
Lo que ahora su hija Bettina Röhl, en un incalificable libro de revelaciones, puede saldar de barato como sensación, era archisabido por los admiradores de entonces de la Meinhof. Que simpatizaba con la prohibida KPD [Partido Comunista de Alemania, ilegalizado por Adenauer en 1956], con la Unión Soviética y con la RDA (siempre críticamente, huelga decirlo). Que gracias al movimiento contra la guerra nuclear y las marchas de Pascua de los años cincuenta, consiguió hacerse un nombre. Que tenía sus raíces en las tradiciones humanistas de Occidente, con una impronta cristiana. Que su insólita rigidez ética venía en parte de su relación con Renate Riemeck, que hacia 1960 era uno de los mascarones de proa de una Unión Alemana por la Paz más bien irrelevante políticamente.
La opción por la lucha armada a comienzos del verano de 1970 fue sin embargo interpretada por muchos como una ruptura y vista con incomprensión. Pero estaba en la lógica de la oposición extraparlamentaria no seguir atacando sólo verbalmente los excesos y los efectos del orden social capitalista postfascista.
En la bibliografía a ella dedicada, la separación de su marido, el abandono de la existencia comparativamente pequeñoburguesa en el barrio de la alta sociedad de la Elbchausee de Hamburgo y el traslado a Berlín occidental no son interpretados de un modo suficientemente claro como reacción al espíritu de los tiempos. Lo cierto es que, como muy tarde desde el 2 de junio de 1967 –el día en que las autoridades de Berlín occidental reprimieron brutalmente una manifestación ante la Ópera alemana y dejaron que se ejecutara alevosamente a un estudiante, a fin de generar una escalada—, estaba en el orden del día el proyecto de atacar directamente, como baluarte del imperialismo, al Estado y a sus obscenos representantes, y de radicalizar la resistencia mediante la propaganda con hechos.
Ulrike Meinhof dejó casa y séquito cuatro días antes de la Conferencia internacional contra los crímenes de guerra estadounidenses en Indochina, que empezó en Berlín occidental el 17 de febrero de 1968. La declaración final, que culminó en una gran manifestación, todavía se lee hoy como un llamamiento a pasar definitivamente a la sublevación. Se pedía sin afeites la colaboración política y organizativa con los movimientos revolucionarios de liberación y la creación de un frente unido de resistencia en los EEUU y en los países europeo-occidentales. Enemigo: el imperialismo norteamericano y su peón de brega europeo. Objetivo: la revolución socialista mundial.
Apenas dos meses después, ardían en llamas dos grandes almacenes comerciales en Francfort: un acontecimiento que fue generalmente celebrado como la ceremonia fundacional de la RAF, pues empujó a dos protagonistas a la ilegalidad, aun cuando los daños fueron muy limitados. Ulrike Meinhof dedicó al incendio una reseña comprensiva que fue entendida por buena parte de la izquierda de entonces como una invitación a seguir trabajando en esa línea. Tal vez los redactores de la resolución final de la Conferencia sobre Vietnam no dieran a sus protrépticas palabras el sentido que nosotros inferimos. O tal vez se retractaron luego, a la vista de la que se había organizado, y les entró el miedo ante su propio coraje.
El hecho es que Meinhof y los demás fundadores de la RAF albergaron de buena fe la esperanza de que su lucha hallaría simpatías y apoyos en los medios legales. Jamás fue la RAF –nadie habla hoy de ello— concebida como una organización de masas, sino como grupo de cuadros y como punta de lanza capaz de agudizar las contradicciones políticas y ampliar los márgenes de maniobra de la oposición legal. Tragedia de esa organización: jamás fue aprovechada tal posibilidad, poniéndose en cambio muy pronto en marcha un proceso de desolidarización que, en lo venidero, llegó incluso a rechazar el bienintencionado consejo de un [Heinrich] Böll: "un salvoconducto para Ulrike Meinhof".
Las condiciones de encarcelamiento a las que se expuso a Ulrike Meinhof a partir de 1972 eran homicidas. En Colonia-Ossendorf llegó a estar hasta tres veces en aislamiento total –la primera vez, inmediatamente después de su detención, durante 237 días—. Sobre las consecuencias psíquicas y físicas de este tipo de tortura escribió un informe conmovedor, que ahora es una pieza distinguida de la historia de la literatura.
El objetivo de las numerosas humillaciones era claro y se declaró abiertamente: quebrantar la personalidad. Quería ofrecerse al loco a la opinión pública, moverla a ella distanciarse de su biografía política y estimular a sus camaradas en la clandestinidad a abandonar la lucha desigual. Con algunos, se logró. Contra los principales acusados, que no cedieron, hubo que adoptar medidas más extremas. Otros, como Christian Klar y Birgit Hogefeld, que no se dejaron instrumentalizar, siguen todavía entre rejas.
Pero lo que nosotros discutíamos –yo representaba legalmente a Andreas Baader— en casi cada visita a la séptima planta de la prisión judicial de Stammheim no eran tanto las condiciones de cárcel, que dicho sea de pasada, tras el inicio del proceso, se relajaron un poco, sin llegar a pasar nunca del aislamiento en ínfimos grupos. Un tema importante era el deterioro de la situación política: se hacía cada vez más precaria, y la solidaridad con los presos remitía. Si en el verano de1972 los objetivos y los métodos de la RAF aún despertaban simpatías en amplios sectores de la población, tras la muerte de Holger Meins y la ejecución del presidente de la Audiencia de Berlín occidental, Günter von Drenkmann, a finales del otoño de 1974, se desmoronó incluso la disposición al compromiso con una mejora de las condiciones de encarcelamiento.
Hay cartas desde la cárcel, dirigidas a conocidas personalidades, que muestran cómo los presos se sentían crecientemente abandonados a su suerte, hasta quedar completamente inermes. Que la pugnaz voluntad subversiva de finales de los sesenta trocara en cobardía y resignación, es tema aparte. Tiene que ver con la campaña mediática de odio y criminalización contra toda izquierda que no se prestara a un distanciamiento profiláctico.
Cuando Ulrike Meinhof murió, asistimos a un último encalabrinamiento de la opinión pública, fundado en el hecho de que había sido una prestigiosa intelectual, una de las grandes esperanzas de la publicística en lengua alemana. Tras los atentados de 1977, también el grueso de la izquierda se alegró de que los más populares cuadros de la RAF estuvieran finalmente muertos.
traducido del freitag alemán en sinpermiso