En esos momentos también sabía cómo podía localizar a la gente del Movimiento 2 de Junio. Pero alguien se olvidó de vaciar un buzón clandestino o me había dado uno equivocado y el contacto no llegó a realizarse nunca. Esta gente tal vez hubiera sido más adecuada para tí. Eso ya lo ha dicho mucha gente; el caso es que la historia siguió otro curso.
Tenía casi veinte años. En cada una de estas fases también podría haber ido por caminos muy diferentes, pero para mí fue decisivo el movimiento antiautoritario: las nuevas formas de vivir, viviendas en comunidad, la música de los Stone, pelo largo; todo esto tenía una gran atracción sobre mí. A esto se le añadió el socialismo y otras teorías revolucionarias, sobre todo el nuevo sentido de la justicia nacido de la revuelta. Frecuenté un grupo de Socorro Rojo, participé en la okupación de una casa, en la calle Eckhoff, una casa pertenceciente a la nueva Heimat.
Éramos activistas, pero también realizábamos trabajos sociales con los sin techo o con niños de centros de acogida. La policía y la prensa de Springer se echaron juntos sobre nosotros -algunos tuvieron que ir un año a la cárcel, y fue una casualidad que yo no estuviese entre ellos-. En esos tiempos teníamos la sensación de que realmente aún podíamos cambiar algo, aunque ya se dibujaba el retroceso del 68 y el aparato represor golpeaba cada vez con más fuerza.
Con ese trasfondo, la RAF nos parecía especialmente digna de crédito; al fin y al cabo, los camaradas ponían sus vidas en juego por sus convicciones. Predominaba un acoso increible, cuando fueron detenidas las primeras personas de la RAF. Ya solo por eso pensábamos: ahí tiene que haber algo si se les acosa tanto. Fueron muchas motivaciones diferentes las que en mi caso me llevaron a interesarme por la RAF. Pero mi primer paso fue irme a Berlín.
Yo también estaba en 1974 en Berlín y recibí en la mani por la muerte de Holger Meins, por primera vez, una verdadera paliza. Situaciones así las ha vivido mucha gente, pero fueron muy pocos los que se fueron a la RAF.
Ahí nos podríamos haber encontrado. Nunca he olvidado aquella época en la que estuve en el centro juvenil, en la calle Postdammer. Estaba en marcha la huelga de hambre.
Habiamos movilizado, desde Amnistía Internacional hasta al párroco Albertz, todo lo que se podía movilizar. Yo estaba ahí, en ese centro juvenil, encima de la mesa -no había tarimas- y estaba dando un discurso.
En ese momento entra alguien y dice: Holger ha muerto. A mi -y no solo a mi- se me saltaron las lágrimas. Algunos, que por lo demás se consideraban más bien críticos con la RAF, empezaron enseguida a hacer cócteles molotov y nos fuimos directos hacia la Ku'damm.
Cuando estos empiezan a matar a los presos o les dejan que se pudran, entonces se tiene que hacer otra cosa, pensábamos nosotros. Todo lo que yo había hecho relacionado con los presos políticos se había vuelto, simplemente, ineficaz. Así no se podía seguir. Mi última actividad política en la legalidad fue participar en la organización en el entierro de Holger Meins. Esto significó para mi el traspaso de un umbral.